Descripción
La question, que fue publicado en 1958, es un libro clave de la historia de la guerra de Argelia. En el momento de su publicación su autor, Henri Alleg, continuaba detenido en las prisiones del Estado francés por “reconstitución de organización disuelta (el Partido Comunista Argelino) y atentado contra la seguridad del Estado”.
El impacto del testimonio de Alleg es enorme, y la terrible sinceridad del relato arroja una luz sin concesiones sobre los primeros años, llenos de mentiras, de la guerra. En La question Henri Alleg relata su detención y secuestro por los militares franceses y desvela las terribles torturas de las que fue víctima. Jean Paul Sartre captó en un célebre artículo toda la dimensión del texto: “El tranquilo valor de una víctima, su modestia, su lucidez nos despiertan para desmitificarnos: Alleg acaba de sacar la tortura de la noche que la cubre”.
Hoy presentamos en castellano este libro breve que sin embargo es un enorme y descarnado testimonio de las torturas sufridas –con una dignidad estremecedora– por Henri Alleg. Su relato es, así mismo, un gigantesco grito por la verdad histórica y contra cualquier tipo de colonialismo y sus métodos de “pacificación”.
Con este libro –en palabras de Alleg– “se ayudará a los más jóvenes (dos generaciones de franceses nacieron después de la insurrección de noviembre de 1954), abandonados voluntariamente en la ignorancia, a conocer este pasado reciente y a sacar de él enseñanzas para el futuro. Un futuro cargado de amenazas y de tormentas que habrá que afrontar. Porque no se excluye que surjan otros conflictos –ya son numerosos– en tal o cual parte del mundo donde se llame a jóvenes franceses a intervenir para ‘combatir el terrorismo’, ‘salvar la democracia’ y ‘defender la libertad’, cuando el verdadero motivo de intervención es explotar yacimientos de petróleo, de gas, de mineral, de diamantes, e impedir que algún pueblo se libere”.
Prólogo de Alfonso Sastre: PRESENTACIÓN PARA HOY
La edición en castellano de esta obrita, ya clásica, sobre la tortura fue un proyecto de Eva Forest, pionera entre nosotros de las investigaciones sobre este tema y de actividades de denuncia como las que hoy desarrolla Torturaren Aurkako Taldea (TAT) en Euskadi; un proyecto que hoy por fin se cumple. Ella dedicó una gran parte de su vida a esta cuestión, desde los tiempos del franquismo y muy especialmente durante el posfranquismo; y nos ha dejado una considerable obra, parcialmente editada en libros que quedarán reseñados al final de estas líneas.
En cuanto a La Question de Henri Alleg, su autor la escribió para denunciar a los torturadores franceses durante la guerra de liberación de Argelia y circuló en su momento ilegalmente. Un gran movimiento intelectual se hizo eco de su denuncia y se publicaron obras que también reseñamos aquí. (Yo también me hice eco de su relato y lo trasladé a los escenarios en mi drama En la red).
La palabra «question» significa en francés cuestión, pregunta, proposición, y «questionner» preguntar, pero también hace referencia a la tortura, ya que «appliquer la question», según los diccionarios de siempre, es como decir en español «poner en el potro, en el tormento». Por eso, una de las posibles traducciones de este título sería El interrogatorio.
Cuando apareció el libro en Les Editions de Minuit yo entendí su título en un doble sentido: como «interrogatorio», efectivamente, pero también como una clave para la comprensión de la situación política y ética en que se producía aquel conflicto.
El trato inhumano de los detenidos por las fuerzas paracaidistas francesas partía de la base de que aquellos detenidos generalmente lo eran mediante redadas que se efectuaban masivamente en los barrios y en los pueblos sin discriminación alguna, de manera que caían en aquellas redes personas no implicadas en la lucha anticolonial, sobre las que se realizaba, torturándolas, un «triage» (una selección) a la busca ciega de militantes implicados en aquella lucha. Ello era una expresión certera de las relaciones existentes entre colonizadores y colonizados. La ideología de los colonizadores, bajo el grito Algerie française!, esa era la cuestión: la cuestión de fondo.
Creo que un lector de hoy también puede leer así este libro, como un testimonio que desborda los límites del tema de la tortura propiamente dicha, aplicada en los interrogatorios y aquí tan bien descrita y tan sencillamente por alguien que la padeció y sobrevivió dignamente a ella: a los golpes, a la electricidad y a la droga (el pentotal); entendiendo esos hechos como signos capaces de desvelar y revelar las entraña de aquellos horrores: la opresión colonial, que era la verdadera cuestión, y también las complejidades de las violencias humanas. En aquellas zahurdas estaba la tortura; en las calles estallaban bombas como un elemento de la lucha por la liberación de Argelia. Violencia y violencia. Violencias contra violencias. ¿Por qué? ¿Cómo?
Muchas conciencias se sentían desgarradas ante tales hechos, y resultaba sorprendente para franceses bienpensantes que Jean- Paul Sartre declarara, en lugar de «condenar el terrorismo», que las bombas son el arma de los pobres. O que, en el prefacio a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, nos dijera cosas como ésta: «El colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las armas. Cuando su ira estalla, recupera su transparencia perdida». O: «Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad». O que, con la lucha armada, «La Nación se pone en marcha: para cada hermano (la Nación) está en dondequiera que combaten otros hermanos». «Son hermanos -añade- porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber matado». Es un caso claro, entre nosotros, de «apología del terrorismo», pero De Gaulle en Francia era de otra índole que la cerril derecha española; él se había puesto al frente, aunque de modo tardío, de la Resistencia francesa (más bien, internacional) contra la ocupación nazi, y supo decir que: «No se puede encarcelar a Voltaire». (La extrema derecha sí atentó contra la vida de Jean-Paul Sartre en su domicilio del Barrio Latino de París).
Hubo una pléyade de intelectuales que analizaron el tema de la violencia, entre quienes hay que destacar precisamente a Frantz Fanon, que, en el libro citado y en Sociología de una revolución y otros trabajos analizó lúcidamente la relación colonizador-colonizado y todo lo que esa relación comporta, que no es otra cosa que lo que ocurre, en general, entre los opresores y los oprimidos.
Yo soy uno de tantos deudores de aquellas revelaciones y análisis de las violencias, indeseables todas pero no iguales, hasta el punto de que me atreví a decir que la metralleta de un sicario se metamorfosea cuando pasa de sus manos, acaso en un combate, a las de un guerrillero (¡siendo la misma, ya no es la misma arma!), y pude establecer que los opresores llaman guerra -y hasta guerra justa y humanitaria- a su terrorismo y terrorismo a la guerra -¿injusta?- de los oprimidos. Una complejidad efectivamente lacerante.
En cuanto al tema propio de este librito, la tortura, pensemos que, mientras que la violencia guerrera es indeseable en cualquier caso pero «no es lo mismo», y que un guerrillero revolucionario no sólo
«no es lo mismo» sino que es «lo contrario» que un sicario al servicio de la explotación capitalista de la especie humana, la práctica de torturas es tan repulsiva en uno como en otro caso: tanto si se produce en las filas de los opresores como si se da en las de los oprimidos. Ella es odiosa en cualquier caso y de cualquier manera, y quienes la practican se convierten, ipso facto, en pura mierda, hablando mal y pronto.
La práctica de la tortura es, sin embargo, una vergüenza que sigue acompañando a la Humanidad -¿forma parte de la estructura de estos sistemas?- , y de modo especial en algunas áreas y regiones. Su actualidad es permanente, por desgracia, y más para quienes vivimos en lugares en los que esa práctica repugnante sigue siendo una «gangrena» cotidiana.
Pero además La Question no es sólo un inquietante testimonio de aquel (de ese, de este horror) sino, por ello mismo, una fuente de pensamiento; y su edición en lengua castellana una idea muy afortunada. Sea su presente edición un homenaje implícito a quien soñó realizarla y no pudo llegar a hacerlo.
Hoy, cuando por fin se presenta, y además acompañada de una entrevista de Gilles Martin que permite al autor resumir y aclarar sus ideas, que yo comparto en su integridad, comprobamos que sus planteamientos, referentes a un período concreto de la historia de Francia, siguen siendo hoy entre nosotros, en los territorios del Estado Español, de ardiente actualidad. Aquí también se da -se sigue dando- una gran complicidad social, que abarca a jueces, políticos y altos funcionarios -por supuesto a policías y guardias civiles- con los torturadores que, así, campan por sus respetos, a pesar de las advertencias de alto nivel internacional que ya se han producido. Se oculta públicamente la verdad y se atribuyen las denuncias de torturas -como ocurrió entonces en Francia- a las mentiras de «una banda», a la superchería de unos «terroristas», tal como ocurrió en aquellos años en Argelia. Políticos de todos los niveles no dejan de «condenar toda la violencia» y de aceptar sin embargo esta «gangrena» (como se la definió en la Francia de aquellos años) en sus propias filas, donde se practica según consta en tanta documentación irrefutable hoy. (En este sentido, es notoria y admirable la actividad del TAT en el País Vasco y de varias beneméritas asociaciones en España).
La lamentable actualidad del tema es puesta -repuesta- de manifiesto de un modo claro e inequívoco en la entrevista citada al principio y recogida en este libro junto al texto memorable de Alleg, el cual recuerda que entonces allá -igual que ahora aquí- la tortura era una vergüenza pública, sin embargo oficialmente negada, «ignorada», y que las generaciones posteriores han seguido ignorando merced al espeso silencio que pesó sobre ella hasta que en altos medios militares franceses se reconoció -orgullosamente, claro- su existencia en el próximo pasado francés, y ello escandalizó por fin a algunos grupos de franceses que entonces se echaron las manos a la cabeza, demasiado tarde evidentemente.
Oficialmente ignorada, decimos; lo mismo que viene ocurriendo aquí desde el franquismo y como una detestable herencia de aquella situación generada por la guerra civil. La cosa sigue sucediendo, todo el mundo lo sabe, pero es mentira.
Es terrible que a estos políticos españoles «socialistas» de hoy, como a los políticos «socialistas» franceses de entonces, no se les caiga la cara de vergüenza. ¿Tendrán que avergonzarse algún día por ellos sus futuros nietos? ¿Habrá que esperar hasta entonces?
Otras situaciones también propias de nuestro hoy se recogen en la entrevista de Alleg, como la tozudez con que los franceses gobernantes ignoraban el carácter político del conflicto o la misma tozudez con que declaraban estar en «el último cuarto de hora» del terrorismo, hasta que tuvo que ponerse al frente de la situación una persona que no era partidario, desde luego, de la soberanía de los pueblos, pero que disponía de la inteligencia necesaria para entender que aquella cuestión nunca se resolvería por medio de las armas y de la represión. Así, tuvo que ser el General De Gaulle quien decidiera abrir una puerta para la paz y quien opuso su prestigio militar al «cuarterón de generales» que proyectó enviar a sus fuerzas paracaidistas, armadas hasta los dientes, a la conquista de París, donde yo me encontraba entonces. Pero esa, como decía un notable escritor, «es otra historia».
P.S. UNA NOTA POLÍTICA
En el orden político, se da una diferencia muy importante entre el «caso argelino» de entonces y el «conflicto vasco» que ya dura tantos años, en el sentido de que la independencia en este caso no es la condición para el establecimiento de la paz en los territorios del Estado Español, sino que aquí y ahora bastaría para una declaración de «paz perpetua» por parte de la organización ETA, según mis lecturas, con que un serio planteamiento independentista y revolucionario no fuera excluido de la legalidad como hoy lo está por la Constitución Española vigente (1978).
Según nuestras lecturas, la organización armada vasca, a diferencia de aquel FLN argelino (con lo que queda marcada la diferencia entre una y otra situación), propone una vía política que pudiera conducir a un escenario de independencia en el caso de que así lo expresara en las urnas la voluntad popular vasca (lo que parece muy razonable).
Cierto que para ello sería necesaria una reforma de esta Constitución que acabara con el fetiche, tan caro a los falangistas, de la «sagrada unidad de España».
En el caso de Argelia, la guerra habría continuado mientras no se obtuviera la independencia y con ese alcance radical fue obtenida -pese a los muchos y variados energúmenos de la Algérie française!- porque en la derecha francesa, tal como hemos dicho, hubo aquella mente pensante que fue la del General De Gaulle. Vale. A.S.
A.S., Mayo 2010
Comentarios sobre la obra
El oficio más antiguo del mundo: la tortura
Santiago Alba Rico
Rebelion, 1 nov 2010
La cuestión, ¿cuál es la cuestión? O mejor dicho, ¿cuál es la “question”? La cuestión -la question- es que no puede decirse, a pesar del hermoso poema de Victor Hugo, que haya ninguna continuidad entre torturar una rana y torturar a un hombre, y ello no en razón de la distinta calidad ontológica de las víctimas. La diferencia atañe más bien a esa otra, de orden económico, que distingue entre “jugar” y “trabajar”. El niño que tortura a una rana lo hace de manera desinteresada, llevado de una crueldad alegre y pura, sin reconocer en el cuerpo sufriente otra voluntad que la de acoplarse a su sacudida de placer. El soldado o el policía que torturan a un prisionero están “trabajando” y, si ponen por eso “fuera del mundo” la humanidad de la víctima, se aplican sobre su cuerpo como sobre un objeto -una caja fuerte cerrada o un mejillón tenaz- que contiene un tesoro y que se opone a entregarlo. El esfuerzo disciplinado del torturador tiene un propósito y encuentra una resistencia, y esta combinación -finalidad y obstáculo- genera una lógica propiamente productiva mucho más atroz que la crueldad. Hay torturadores sádicos, es verdad, que disfrutan del sufrimiento de sus víctimas, pero en general los verdugos se vanaglorian más bien de su ingenio para “resolver problemas” y de la eficacia de los recursos que, meticulosamente sudorosos, van improvisando a la medida de las resistencias -e incluso son capaces de admirar, como el constructor de maquetas o el matemático descifrador de ecuaciones, un “objeto difícil”.
Mitad cirujano, mitad obrero
fordista, el torturador “trabaja”. “Vayamos a la habitación de al lado, hay luz; estaremos mejor para trabajar”. “Ah, es el cliente”. “Desnúdese”. “Túmbese”. “Y ahora, ¿qué le vamos a hacer?”. “Lo vamos a chamuscar”. “No hace falta la mordaza; estamos en el tercer sótano”. “Con todo, es desagradable”. “No me gusta, no es higiénico”. “Volvemos ahora, déjale los cables puestos”. Y como también tienen derecho a su hora de reposo -el café o el bocadillo-, cuando ya no pueden más, justificadamente fatigados, se “sientan alrededor sobre los macutos” y “vacían botellas de cerveza”. Trabajar cansa; torturar da hambre y sed. Degradarse produce estrés.
Es Henry Alleg, comunista, director entre 1950 y 1955 del periódico Alger Republicain , el que cuenta la historia. Detenido el 12 de junio de 1957 por miembros de la décima división de paracaidistas, permaneció secuestrado y torturado -golpeado, electrocutado, quemado, asfixiado y resucitado sin descanso- durante un mes en el Bihar, en la periferia de Argel. Alleg no habló y además tuvo suerte. Eran los años en que Francia intensificaba su guerra sucia contra los independentistas argelinos y muchos de sus amigos habían desaparecido en el abismo del terror colonial, algunos de ellos sometidos a la ingeniosa receta “gambas-Bigeard”, por el nombre del oficial que la inventó: con los pies atados a una piedra o atrapados en un bloque de cemento, los condenados eran arrojados al mar desde un helicóptero. La relativa notoriedad de Alleg, unida a la campaña iniciada por su mujer y sostenida por el PCF, salvó la vida al periodista, quien fue conducido en julio al campo de concentración de Lodi y finalmente, a finales de agosto, a una prisión civil de Argel. Allí, a instancias de sus camaradas, escribió y sacó pedazo a pedazo durante tres meses La question, el relato sobrio, modesto, aterrador, de sus torturas y su resistencia. Publicado en febrero de 1958 y requisado enseguida por el gobierno francés, el libro circuló clandestinamente, contribuyendo de manera decisiva a sacudir la conciencia de la metrópolis, blindada hasta entonces en esa cómoda “neurosis”, como la calificó Sartre, mediante la que los ciudadanos de Francia se negaban a ver los crímenes cometidos en nombre de la “democracia” y la lucha contra el “terrorismo”.
La cuestión – la question – es el “interrogatorio” al que eran sometidas las personas decentes, argelinas o francesas, en las cárceles del terror colonial, pero es también la cuestión más general de la tortura como procedimiento estandarizado -”impersonal como la nieve”, diría Pessoa- de los regímenes despóticos; y la cuestión más general aún del colonialismo mismo; y la cuestión más general todavía de un “sistema” de injusticia estructural que genera humillados y muertos y -del otro lado- la ilusión cobardica e interesada de que, en palabras de Brecht, “se puede estar al mismo tiempo contra la tortura y a favor del capitalismo”. No se puede. No se puede estar a favor del capitalismo, del colonialismo, de la “guerra humanitaria”, y escandalizarse luego ante las revelaciones de Alleg (o de Wikileaks). Lo que siempre se ha sabido no es malo porque se diga ahora sino porque ha ocurrido siempre y porque no hemos hecho nunca nada por evitarlo.
Es la tortura, y no la prostitución, el oficio más antiguo del mundo; y también el más moderno. Alleg está hablando de Francia (¡la Francia de las Luces!) y no de Hitler o Videla, pero podría estar hablando también del Iraq o el Afganistán ocupados, del Guantánamo infernal, de las cárceles de la CIA o -por qué no- de las comisarías españolas, donde la tortura es utilizada de manera regular -y denunciada regularmente por organismos internacionales- sin que políticos, periodistas o consumidores, todos ya neuróticos, hagan otra cosa que ignorar o denostar al mensajero: 59 minutos de cada hora tenemos los ojos cerrados y sólo los abrimos, al chasquido del hipnotizador, el minuto de mirar a Cuba o de recordar el Holocausto o de actualizar los crímenes de Stalin.
La tortura es, sigue siendo, el tema del día. Rescatado por Eva Forest antes de morir y publicado ahora, dos años después, por la editorial Hiru, este libro tiene la dolorosa actualidad de la injusticia todavía vigente contra la que se rebeló Alleg y de los instrumentos, procedimientos y recursos mentales que se aplicaron sobre su cuerpo. La tortura no es un juego sino un “trabajo”; y el trabajo más antiguo del mundo, el más sórdido y degradante, el trabajo que ningún congénere humano puede justificar o trivializar. No hay un uso “legítimo” de la tortura como no puede haberlo del genocidio o la necrofilia. Se puede y se debe discutir sobre la necesidad de la “lucha armada revolucionaria”, pero no puede haber una picana eléctrica “revolucionaria” ni tampoco, claro está, “democrática”. Así lo expresa Alfonso Sastre, con redonda contundencia, en el magnífico prólogo que introduce esta edición: “Mientras que la violencia guerrera es indeseable en cualquier caso pero “no es lo mismo” y un guerrillero revolucionario no sólo “no es lo mismo” sino que es “lo contrario” que un sicario al servicio de la explotación capitalista, la práctica de torturas es tan repulsiva en uno como en otro caso: tanto si se produce en las filas de los opresores como si se da en la de los oprimidos. Ella es odiosa en cualquier caso y de cualquier manera, y quienes la practican se convierten, ipso facto , en pura mierda, hablando mal y pronto”. Pura mierda son, sí, todos los que, en Iraq, en Afganistán, en Palestina, en Egipto, en el País Vasco, en cualquier rincón del mundo, practican, justifican, trivializan o niegan las torturas.
Pero La Question se ocupa de otros “temas del día”. Los editores han tenido el acierto de añadir a este edición una larga entrevista que Henri Alleg concedió en agosto de 2001 -¡apenas un mes antes del 11-S!- al periodista Gilles Martin. En ella no sólo se repasa la historia de la redacción del texto (y de la aventura colonial francesa en Argelia) sino que se abordan cuestiones que nos interpelan directamente a todos en este trance de la lucha contra el capitalismo: el papel de los intelectuales (la diferencia, digamos, entre Sartre y Camus), la recuperación de la memoria (que no puede dejarse en manos de los historiadores, como querrían nuestros dirigentes, si se quiere acometer una verdadera obra de reparación), la colusión orgánica entre nazismo y colonialismo europeo (mientras se nos habla de la conspiración roji-parda o pardi-roja) y la muy política cuestión de la “naturaleza humana” y su “inclinación al mal”, sobre la que no puedo dejar de reproducir esta larga cita del propio Alleg: “Lo que transforma al ángel en demonio y al “valiente soldado raso” en torturador no es el mal latente en cada uno y despertado bruscamente, sino el condicionamiento moral y político en el marco del sistema colonial y de la guerra que pervierte todos los valores y legitima el crimen en nombre de la “defensa de la civilización”, de la lucha contra el comunismo y de un “patriotismo” desviado. Apelar a los buenos sentimientos, invitar a los torturadores a “arrepentirse” individualmente y a volverse “mejores” no impedirá de ningún modo que en condiciones similares aquellos que se encarguen de defender los intereses de los explotadores recurran a los mismos métodos. No creo que unas lecciones de ética individual como las que dispensa la Iglesia católica desde hace cerca de dos mil años puedan modificar de manera fundamental los comportamientos perversos y en cierto modo institucionalizados por el mundo en que vivimos. Lo que se debe cuestionar para cambiar los comportamientos es, por supuesto, este mismo sistema”.
Un clásico, decía Chesterton, es un libro que vuelve; un libro, digamos, actualizado por un acontecimiento presente. Lo que se debe cuestionar -la cuestión- es el orden que actualiza todos los días La Question, convirtiendo la obra, hoy más que nunca, en una denuncia de emergencia y en un manual de resistencia. Si fuese un libro de historia sería ya indispensable; pero es una obra de intervención y de interpelación destinada a los más jóvenes y a los más olvidadizos. Lo que ocurrió sigue ocurriendo y desde hace diez años en un formato cada vez más antiguo. La realidad ha vuelto, no deja de volver. La realidad es un clásico que
habrá que transformar, entre todos, en un mal folletín de época, en un viejo recuerdo polvoriento de crímenes y resistencia, de canallas y héroes. Pero ahora La Question -la cuestión- es también nuestra cuestión, tal y como el propio Alleg, dos meses antes de la invasión de Afganistán, dos años antes de la de Iraq, nueve años antes de las revelaciones de wikileaks, recordaba al final de su entrevista con Martin: “Bajo otras formas, “globalizadas”, quienes detentan el poder imperial siguen siendo los verdaderos amos del juego para precipitar al mundo a nuevos desastres si llegado el caso no nos ponemos en guardia. Sabrán mentir una vez más invocando falsamente grandes ideales y la defensa de la “civilización”, de la “democracia”, de la “libertad”. También como ayer no dudarán en soltar a sus nuevos Aussaresses* contra los pueblos y usarán los mismos métodos si pueden”.
En ésas estamos una vez más. Así fue y así será si entre todos no lo impedimos.
NOTA * Símbolo del terror colonial, el general Aussaresses fue el jefe de los servicios franceses de inteligencia en Argelia durante la guerra de independencia (1954-1961), responsable confeso y orgulloso de la tortura, ejecución y desaparición de centenares de militantes y partidarios del FLN.