La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo

1,20

Rudolf Rocker
202307010001 – ETC – 2023 – 55 páginas /orri.

5 disponibles

Descripción

Johann Rudolf Rocker – La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo.
13 diciembre, 2017 sobrelaanarquiayotrostemasvidayobradepensadoresy

Nuestra idea sobre las causas profundas que originaron la actual catástrofe mundial, no sería exacta si se dejara de lado el papel que el socialismo contemporáneo y el moderno movimiento obrero desempeñaron en la preparación de la tragedia cultural que hoy en día se está desarrollando.

En este aspecto, tienen especial importancia las tendencias intelectuales del movimiento socialista en Alemania, ya que, durante décadas, ejercieron una influencia considerable sobre los partidos socialistas de Europa y de América

El socialismo moderno no es, en el fondo, sino la continuación natural de las grandes corrientes liberales de los siglos XVII y XVIII. Fue el liberalismo el que asestó el primer golpe mortal al sistema absolutista de los príncipes, abriendo, al mismo tiempo, nuevos cauces para la vida social. Sus representantes intelectuales, que vieron en el máxima libertad personal la palanca de toda reforma cultural, reduciendo la actividad del Estado a los más estrechos límites, abrieron perspectivas completamente nuevas en cuanto al desarrollo futuro de la humanidad; desarrollo que, forzosamente, hubiera llevado a la superación de toda tendencia absolutista, así como a una organización racional en la administración de los bienes sociales, si sus concepciones sobre la economía hubieran avanzado al mismo paso que su conocimiento de lo político y social. Más, desgraciadamente, éste no fue el caso.

Bajo la influencia cada vez más acentuada, de la monopolización de todas las riquezas, tanto de las naturales como de las creadas por el trabajo social, se desarrollo un nuevo sistema de servidumbre económica. Este sistema ejerció un influjo cada vez más funesto sobre todas las aspiraciones primitivas del liberalismo y sobre los principios auténticos de la democracia política y social, conduciendo, por lógica interna, hacia ese nuevo absolutismo que ha encontrado, hoy día, una expresión tan perfecta como vergonzosa en la estructura del Estado totalitario.

El movimiento socialista hubiera podido oponer un dique a ese desarrollo, pero el hecho es que la mayoría de sus representantes se dejó arrastrar por el torbellino de este proceso, cuyas consecuencias destructoras se manifestaron en la catástrofe general de la cultura que hoy contemplamos. El movimiento socialista hubiera podido convertirse en el ejecutor testamentario del pensamiento liberal al ofrecer a éste una base positiva en la lucha contra el monopolio económico, con el afán de que la producción social llegase a satisfacer las necesidades de todos los hombres. Constituyendo así el complemente económico de las corrientes de ideas, políticas y sociales del liberalismo, se hubiera convertido en un elemento poderoso en la conciencia de los hombres, y en vehículo de una nueva cultura social en la vida de los pueblos. En efecto hombres como Godwin, Owen, Thompson, Proudhon, Pi y Margall, Pisacane, Bakunin, Guillaume, De Pape, Reclus y, más tarde, Kropotkin, Malatesta y otros más, concibieron el socialismo en este sentido. Sin embargo, la gran mayoría de socialistas, con increíble ceguera, combatieron estas ideas de libertad basadas en la concepción liberal de la sociedad, considerándolas meramente como derivado político de la llamada Escuela de Manchester.

De este modo se refrescó y fortaleció sistemáticamente la creencia en la omnipotencia del Estado, creencia que había recibido un golpe sensible con la aparición de las ideas liberales de los siglos XVIII y XIX. Es un hecho significativo que los representantes del socialismo autoritario, en la lucha contra el liberalismo, tomaran prestadas sus armas, a menudo, del arsenal del absolutismo, sin que este fenómeno haya sido ni tan sólo advertido por la mayoría de ellos. Muchos, y especialmente los representantes de la escuela alemana, la cual, más tarde, había de lograr una influencia predominantes sobre todo el movimiento socialista, eran discípulos de Hegel, Fichte y otros representantes de la idea absolutista del Estado; otros sufrieron una influencia tan poderosa de la tradición del jacobinismo francés, que sólo podían concebir la transición al socialismo bajo la forma de dictadura; otros más, creyeron en una teocracia social, o en una especie de «Napoleón socialista», que habría de aportar la salud al mundo.

Sin embargo, la peor superstición fue la concepción de la «misión histórica del proletariado» que, según Marx, había del convertirse, fatalmente, en el «sepulturero de la burguesía». La palabra clase no constituye, en el mejor de los casos, sino un concepto de clasificación social; concepto que puede no ser válido en determinadas circunstancia, pero que ni Marx, ni nadie, ha sido capaz, hasta hoy día, de trazar un límite fijo para ese concepto, dándole una definición exacta. Sucede con las clases lo que con las razas: nunca se sabe dónde termina una y dónde empieza la otra. Existen en el llamado proletariado tantas gradaciones sociales como las que existen en la burguesía o dentro de cualquier otra capa del pueblo. Pero el mayor error es atribuir a una clase determinada ciertas tareas históricas y convertirla en representante de ciertas corrientes ideológicas. Si se pudiese demostrar que los hombres nacidos y educados bajo ciertas condiciones económicas se distinguían esencialmente, en cuanto a su pensamiento y sus actos, de los demás grupos sociales, entonces ni siquiera será necesario ocuparnos de esto, ya que, frente a hechos evidentes, no cabe sino la resignación. Más ahí, precisamente, nos encontramos en el punto crucial. El pertenecer a una capa determinada de la sociedad no ofrece ni la menor garantía en cuanto al pensamiento y la actuación de los hombres. El mero hecho de que casi todos los grandes vanguardistas de la idea socialista hayan salido no del proletariado sino de las llamadas clases dominantes, debería darnos que pensar. Entre ellos se encuentran aristócratas, como Saint Simón, Bakunin y Kropotkin; oficiales del ejército, como Considerant, Pisacane y Lawroff; comerciantes, como Fourier; fabricantes, como Owen y Engels; sacerdotes, como Moslier y Lamenais; hombres de ciencia, como Wallace y Düring, así como intelectuales de todos los matices, tales como Blanc, Cabet, Godwin, Mars, Lassalle; Garrido, Pi y Margall, Hess y centenares más.

¡Que se consuelen los adeptos de la teoría de la «misión histórica del proletariado» con la idea de que el fascismo no es sino un movimiento de la clase media! Pero esa concepción no altera el hecho de que los casi catorce millones de votantes que en Alemania dieron su voto a favor de Hitler, salieron del proletariado. Precisamente en un país como Alemania en que la enseñanza marxista había encontrado tanta difusión, aquel hecho tiene doble importancia. Si es cierto que los representantes intelectuales del antiguo absolutismo, es decir, los Hobbes, Maquiavelo, Bossuet, etc., pertenecieron a las capas superiores, mientras que los representantes del absolutismo moderno, o sean los Mussolini, Stalin y Hitler, son extracciones de las capas más bajas, esa circunstancias nos demuestran precisamente que ni las ideas revolucionarias ni las reaccionarias se hallan ligadas a un determinado grupo social.

Los partidarios del determinismo económico y de la teoría de la «misión histórica del proletariado» afirman, cierto es, que, en su caso, no se trata de una concepción ordinaria, sino de la necesidad interna de un proceso natural, que se desarrolla independientemente de la volición humana; más es precisamente este punto el que necesita ser aprobado previamente. La concepción marxista mismo no es sino una especulación, una creencia, como cualquier otra, en que el deseo es el padre de la idea. La creencia es un desarrollo mecánico de todo acaecer histórico sobre la base de un proceso inevitable, que tiene su fundamento en la naturaleza de las cosas, es lo que más daño ha hecho al socialismo, pues destruye todas las premisas éticas, imprescindibles precisamente para la idea socialista. El absolutismo de la idea conduce, en ciertas circunstancias históricas, a un absolutismo de la acción. La historia más reciente ilustra ese hecho con los más impresionantes ejemplos.
El ideario de Proudhon

rudolf-rocker-by-fermin-rocker-copiaEntre los grandes precursores de la idea socialista, Proudhon fue uno de los hombres que mejor comprendieron la importancia histórica del socialismo. Hasta hoy no se ha podido destruir su influencia intelectual sobre el movimiento socialista de los países latinos y es una fuente viva para lograr nuevos estímulos y nuevas posibilidades de desarrollo. Proudhon reconoció, con gran clarividencia, que la obra de la Revolución Francesa sólo se había realizado a medias; que la tarea de la «Revolución del siglo XIX» debía ser la continuación de esa obra, llevándola a la perfección, a fin de conducir a nuevos caminos el desarrollo social de Europa, ya que la trayectoria de la Gran Revolución se agotó en el momento en que puso fin a la tutela monárquica allanando el camino para que los pueblos pudiesen tomar en sus propias manos su destino social, después de haber estado durante varios siglos sirviendo al absolutismo de los príncipes cual rebaño sin voluntad, asegurando la existencia de éstos por medio de su trabajo.

Ahí residía la gran tarea de la época, tarea que Proudhon reconoció más claramente que la mayoría de sus contemporáneos. Cierto que la Gran Revolución había eliminado a la monarquía como institución social y política, pero no logro eliminar, junto con la monarquía la «idea monárquica», como decía Proudhon, la cual despertó a una nueva vida debido a la centralización política del jacobinismo y a la ideología del Estado nacional unitario. Esa herencia nefasta que nos ha quedado de tiempos pasados, se expresa hoy nuevamente en el llamado «principio del caudillo» del Estado totalitario; pero no es sino una nueva forma de la antigua «idea monárquica».

Proudhon advirtió claramente que el absolutismo, ese eterno principio de tutela para un fin querido por Dios, cerrado a toda objeción humana, era lo que mayores trabas ponía a los hombres en sus aspiraciones de alcanzar formas más elevadas de existencia social. Para él, el socialismo no significaba tan sólo un problema de economía, sino también una cuestión cultural, que abarcaba todos los dominios de la actividad humana. Proudhon sabía que no era posible eliminar las tradiciones autoritarias de la monarquía tan sólo en un terreno, conservándolas en todos los demás, a no ser que se quisiera entregar la causa de la liberación social a un nuevo despotismo. Para él, la explotación económica, la opresión política y la servidumbre intelectual no significaban sino diferentes fenómenos producidos por una misma causa. Proudhon veía en la monarquía el símbolo de toda esclavitud humana. Para él, no era tan sólo una organización política sino un estado social el que producía determinadas consecuencias inevitables, tanto espirituales como psicológicas, que se advertían igualmente en todos los terrenos de la vida social. En este sentido, llamaba al capitalismo la «monarquía de la economía», pues convierte al trabajo en atributo del capital, del mismo modo que la sociedad rinde tributo al Estado y al espíritu de la iglesia.

«El concepto económico del capital», dice Proudhon, «la idea política del Estado o de la autoridad, así como la concepción teológica de la iglesia, no son sino representaciones idénticas, que se completan recíprocamente, fundiéndose unas con otras. Por tanto, resulta imposible combatir una y mantener intacta otra. Es éste un hecho sobre el que hoy día están de acuerdo todos los filósofos. Lo que el capital hace respecto al trabajo, eso hace el Estado en relación a la libertad, y la iglesia en lo que se refiere al espíritu. Esa trinidad del absolutismo resulta, en la práctica, tan nefasta como en la filosofía. Para oprimir al pueblo eficazmente es preciso encadenar tanto a su cuerpo como a su voluntad y su corazón. Si el socialismo tiene la intención de revelarse en una forma exhaustiva, universal y libre de todo misticismo, no tiene que hacer sino llevar a la conciencia del pueblo la importancia de esa trinidad».

Partiendo de estos conceptos, Proudhon veía en el desarrollo de los grandes Estados modernos y en la influencia, cada vez incrementada, del monopolio económico, el mayor peligro para el porvenir de Europa. Ese peligro quería conjurarlo por medio de una preparación conciente, basada en la experiencia, creando una federación de comunidades libres, sobre la base de la igualdad económica y tratados recíprocos. Sabía claramente que ese estado de cosas no podía desarrollarse de un día para otro, sino que se trataba, en primer lugar, de hacer hombres aptos para un mejor conocimiento, por medio del pensamiento y actividades constructivas. Sólo así sería posible encauzar sus aspiraciones en cierta dirección, a fin de que, por propio impulso, pudiesen contrarrestar el peligro que les amenazaba.

Cualquier tentativa de eliminar las tendencias absolutistas dentro del organismo social y poner límites más estrechos al monopolio económico, significaba, para Proudhon, un verdadero paso adelante en el camino de la liberación social. Todo cuanto se opusiera a ese gran fin, contribuyendo, concientemente, a fortalecer a la monarquía espiritual, económica o política mediante nuevas pretensiones de poderío, no haría sino eternizar el círculo vicioso de la ceguera y allanar el camino para la reacción social, incluso si tales esfuerzos se hacían con el nombre de la revolución.

La mayor parte de los socialistas contemporáneos ni siquiera se toman el trabajo de penetrar en las ideas de Proudhon, cuyas obras son tan ignoradas por la mayoría de aquellos como es aquellos como es ignorado por lo zulús el teorema de Pitágoras o la teoría de la unidad del universo. Lo único que conocen de sus obras de una manera superficial en su enseñanza del «libre crédito» y su intento de instituir un «banco popular», intentó que nunca llegó a realizarse debido a la intervención del gobierno francés. Y aun el conocimiento de esa mínima parte de la obra de Proudhon, lo tienen a través de la imagen deformada que de ella hicieron algunos escritores marxistas, la cual de la impresión de que Proudhon no fue sino un charlatán ordinario, que no hubiera hecho otra cosa durante su vida que pregonar, ante la pobre humanidad, sus remedios contra toda clase de enfermedades sociales.

En realidad, Proudhon fue entre todos los antiguos socialistas precisamente el que más decididamente e insistentemente se opuso a la creencia en una panacea universal que curaba todos los vicios sociales. Sabía que la tarea reservada al socialismo no era en modo alguno un nudo gordiano que podría ser desatado mediante un golpe de espada. Precisamente por eso no tenía confianza alguna en los llamados remedios universales, mediante los cuales, según muchos pensaban, podría lograrse, con un solo golpe, la transformación general de todas las instituciones sociales. Su crítica aguda y convincente de las tendencias socialistas de su época nos proporciona una impresionante prueba de ese alegato.

Proudhon era un hombre que no tenía metas fijas, pues se daba cuenta perfectamente de que la verdadera naturaleza de la sociedad debía buscarse en el eterno camino de sus formas, y que la serviríamos tanto mejor cuanto más reducidas sean las barreras artificiales levantadas las barreras artificiales levantadas y cuanto más firme y conciente sea la participación que los hombres tomen en esos cambios. En ese sentido, dijo Proudhon en cierta ocasión, que la sociedad se parece a un aparato de relojería, que lleva dentro de sí su propio impulso pendular, sin necesidad de ninguna ayuda ajena para permanecer en movimiento. La liberación social significaba, para él, un camino y no una meta, ya que compartía la opinión de Ibsen que dijo: «Quien posee la libertad de otro modo a como aspira, la posee muerta y sin espíritu, porque el concepto de libertad tiene precisamente la propiedad de ir amplificándose constantemente mientras vamos apoderándonos de ella. Por tanto, si sucede que uno se detiene en medio de la lucha, diciendo «ahora es mía», demuestra por eso mismo que ya la ha perdido».

Partiendo de este punto de vista, hay, que valorizar también las tentativas prácticas de Proudhon. Estos intentos se derivan de las circunstancias de la época, y sólo pueden ser explicados y comprendidos en relación con la misma. Como sucede con todo pensador cuya actividad pertenece al pasado, también existe en la obra de Proudhon aspectos que han sido superados por el tiempo, quedando sin embargo intacta la importancia creadora de su obra. Incluso nos parece sorprendente cuánto sigue siendo vivo, alcanzando nuevo significado precisamente en relación con la actual situación mundial.

Proudhon, que comprendió la esencia del Estado mejor que la mayoría de sus contemporáneos socialistas, no se hacía ilusiones en cuanto a las consecuencias inevitables de todas las tendencias absolutistas, cualquiera que fuesen las formas en que éstas pudiesen aparecer y cualquiera que fuese el grupo que las estimulase. Por tanto, también se daba cuenta del carácter verdadero de todos los partidos políticos, y estaba convencido firmemente que no podría salir de ellos ningún trabajo creador para una auténtica transformación social. Pro eso advertía a los socialistas, extraviados en la vía de las tendencias socialistas, tratando de explicarles que, tan pronto como el socialismo llegará a gobernar, terminaría su papel y quedaría entregado irremediablemente a la reacción.

«Todos los partidos políticos, sin excepción alguna» decía Proudhon, «en tanto aspiren al poder público, no son sino formas particulares del absolutismo. No habrá libertad para los ciudadanos: no habrá orden en la sociedad, ni unidad entre los trabajadores, mientras que en nuestro catecismo político, no figure la renuncia absoluta a la autoridad, armazón de todo tutelaje».

Proudhon fue, entre los socialistas más viejos, quizá el único que declaró la guerra contra todo sistema cerrado, ya que había advertido que las condiciones de la vida socia son demasiado múltiples y heterogéneas para poder ser apresadas dentro de un determinado molde, sin que se cometa violencia contra la sociedad sustituyéndose una vieja forma de tiranía por otra nueva. Por tanto, sus ataques no se dirigían tan sólo contra los representantes del orden social actual, sino también contra los representantes de los llamados «libertadores», que únicamente querían cambiar sus puestos, con los poderes habientes de entonces, prometiendo a las masas tesoros en la luna para poder más fácilmente abusar de ellas en beneficio de su ambición personal. De un significativo pasaje, tomado de una carta de Proudhon a Carlos Marx, que transcribimos a continuación, se puede deducir cuán libremente pensaba Proudhon:

«Tratemos en común, si usted quiere, de conocer las leyes de la sociedad; fijar su modo de ser y seguir el camino que allanamos al someternos a este trabajo. Pero, ¡Por Dios!, no pensemos, por nuestra parte, en ejercer una tutela sobre el pueblo, después de haber destruido, a priori, todo dogmatismo. No caigamos en la contradicción de su compatriota Martín Lutero, el cual, después de haber refutado los dogmas de la teología católica, procedió con celo incrementando y gran lujo de interdictos y juicios condenatorios, a dar vida a una teología protestante. Desde hace tres siglos, Alemania está preocupada en eliminar esa nueva revestidura aplicada por Lutero al viejo edificio. No debemos colocar a los hombres, mediante nuevas confusiones y un disfraz de los viejos fundamentos, ante una nueva tarea. De corazón celebro su idea de dar expresión a todas las opiniones del día. Tratemos de hacerlo en la forma de una explicación amistosa; demos al mundo el ejemplo de una tolerancia sabia y clarividente; y no tratemos, por el hecho de hallarnos a la cabeza de un movimiento, de convertirnos en caudillo de una nueva intolerancia. No hemos de hacernos pasar por apóstoles de una nueva religión, ni siquiera de la religión de la lógica y la razón. Recibamos y estimulemos toda protesta; estigmaticemos todo exclusivismo, todo misticismo. No consideremos jamás agotada una cuestión; y, después de haber gastado nuestro último argumento, empecemos de nuevo, si fuese necesario, con elocuencia e ironía. En estas condiciones me adheriría con placer a su asociación. Pero si no, no».

Este escrito, fechado el 17 de mayo de 1846, es doblemente importante. En primer lugar, es característico para mostrar el modo de ser franco y sincero de Proudhon, revelando su profunda aversión contra todo dogmatismo y todo sectarismo; y es importante, además, porque fue la causa inmediata de la ruptura que tuvo lugar entre Marx y Proudhon.

Proudhon fue un pensador solitario, mal comprendido, no sólo por sus adversarios demócratas y socialistas, sino también, a menudo, incluso por sus partidarios posteriores, los cuales confundieron ciertas proposiciones prácticas de Proudhon, nacidas al calor de las condiciones de la época, con la verdadera obra de su vida. Su correspondencia voluminosa (que consta de catorce tomos grandes) contiene innumerables explicaciones de sus ideas, que demuestran lo dicho anteriormente, y que son indispensables para un estudio concienzudo de sus obras. La mirada de Proudhon iba dirigida demasiado profundamente hacia las relaciones internas de los fenómenos sociales para que hubiera podido encontrar un eco en aquellos ciegos imitadores de la tradición jacobina, que esperaban la salud únicamente de una dictadura. Fue, entre los antiguos socialistas, uno de los pocos que pretendió llevar a un fin el pensamiento político del liberalismo, dándole un contenido económico.

Es característico que precisamente los representantes de la escuela marxista trataran, cada vez de nuevo, de refutar el pretendido utopismo, de Proudhon, haciendo hincapié, con evidente alegría maliciosa, en que el enorme fortalecimiento del poder central del Estado y la influencia constantemente incrementada de los modernos monopolios económicos, probaba claramente el atraso intelectual de las ideas y aspiraciones de Proudhon, como si por el hecho de tal desarrollo alterara en lo más mínimo la cosa misma. Con el mismo derecho se podría sostener hoy que la doctrina de la llamada «misión histórica del proletariado» no ha conducido totalmente hacia el fascismo y al advenimiento del Tercer Reich.

Proudhon previó claramente las consecuencias ineludibles de un desarrollo en esa dirección, y no escatimó esfuerzo alguno para hacer concientes a sus contemporáneos de la magnitud del peligro. Más que nadie concertó todas sus fuerzas en guiar a los hombres hacia nuevos caminos para prevenir la catástrofe inminente. Y no fue culpa suya el que se haya despreciado sus advertencias, y que su palabra se haya perdido en medio del estruendo de pasiones de los partidos políticos. Todo el desarrollo económico, político y social, sobre todo después de la guerra franco-alemana de 1870-71, nos muestra con claridad aterradora cuanta razón tuvo Proudhon en su juicio sobra la situación general. Precisamente hoy, cuando con velas desplegadas nos dirigimos hacia un nuevo período de absolutismos político y social; en un momento en que el moderno capitalismo centralizado pisotea, hasta dar muerte, con brutal desprecio de todo consideración humana, los últimos restos de independencia económica, y cuando las pretensiones dictatoriales son más intensas, revela claramente toda la inopia intelectual de nuestra época; precisamente hoy se manifiesta en todo su alcance, la importancia histórica de la obra de Proudhon.

Sobre todo revela que la liberación social no constituye tan sólo un problema económico. La Gleichchaltung, el ajuste más perfecto de las fuerzas económicas, no ofrece garantía alguna para la liberación auténtica y total de la humanidad. Incluso, bajo ciertas circunstancias, produce el efecto de una nueva esclavización mucho mayor que la que hemos conocido hasta hoy. La ciega fe de tantos socialistas en que la estatificación de la economía pudiera resolver la cuestión social, se basa en una concepción totalmente errónea de la tarea que incumbe al socialismo. Los acontecimientos económicos en los llamados Estados Totalitarios, y especialmente el ejemplo instructivo que nos dio la «dictadura del proletariado» en Rusia, nos han demostrado con harta claridad que la estatificación de la vida económica marcha paralelamente a una total denegación de todos los derechos y libertades personales; y que ha de ser así fatalmente, ya que la estatificación de la economía ayuda a subir al poder a una jerarquía burocrática, cuya influencia, en tanto que clase dominante, no resulta menos nefasta para el pueblo trabajador que el papel que desempeñan las clases poseedores en los Estados capitalistas, e incluso supera aún en cuanto a sus consecuencias espirituales, físicas y morales. La igualdad económica que reina en las prisiones o en los cuarteles no constituye ciertamente ningún modelo adecuado para la cultura social más elevada del futuro. También en ese aspecto Proudhon se muestra como profeta, pues predijo que una unión del socialismo con el absolutismo habría de conducir a la mayor tiranía de todos los tiempos.