Descripción
Sería una lástima que pasase desapercibida la reciente publicación de un libro que constituye una extraordinaria aportación al fortalecimiento de la conciencia nacional vasca. Se trata de «La República del Bidasoa», de Angel Rekalde, un libro que contiene las reflexiones de diecisiete personalidades pertenecientes a diferentes ámbitos y generaciones de la sociedad vasca en torno a los derechos nacionales de Euskal Herria. Benito Lertxundi, Txillardegi, Iñaki Perurena, Mira-ri Bereziartua, Jean Louis Davant, Nerea Onaindia, José Mª Arrate, Txaro Ar-teaga o Antxon Mendizabal, entre otros, hablan de la lengua, de las ikastolas, de la independencia, de la proyección exterior, del nacionalismo español, de la fragmentación del territorio, de la dispersión de presos, de las torturas policia-les, de la inmigración, de las selecciones nacionales…
Dice Rekalde que «no es fácil encontrar intelectuales y profesionales dispuestos a ponerse en semejante aprieto. Y lo es menos en nuestra tierra, tan vapulea-da, dividida por los prejuicios sectarios, y tan castigada por las muchas aristas del largo conflicto». Tiene razón, no es fácil. Pero, ¿por qué no lo es? ¿Por qué es tan difícil encontrar personas que no teman expresar desinhibidamente sus pensamientos? ¿Por qué tanto miedo a reivindicar sin ambages algo tan ele-mental como la independencia, si la libertad nacional, al fin y al cabo, no es más que la prolongación natural de la libertad individual? Si democracia y mie-do no son sinónimos, puesto que donde hay miedo no hay democracia y donde hay democracia no puede haber miedo, ¿cómo entender ese miedo en el seno de un Estado que se proclama democrático? El miedo, tengámoslo presente, es el estado de ánimo propio de una sociedad subordinada, jamás el de una so-ciedad libre. Un Parlamento subordinado a otro no es un Parlamento libre.
En 1940, el italiano Eduardo
Cimbali, profesor de derecho internacional e infa-tigable defensor de los derechos de los pueblos, decía: «La teoría de la nacio-nalidad, que bajo las apariencias de libertad y de progreso suele esconder un puro derecho de conquista debe ser rechazada. La única manera legítima de constituirse los Estados es la voluntad de los pueblos que los componen. Si la voluntad y la nacionalidad concuerdan, perfectamente; si no, debe prevalecer la voluntad».
En el caso del pueblo vasco no hay duda de que esa voluntad es cada vez más manifiesta, pero no todo lo enérgica que debiera. Y es que antes debe superar el proceso de inferiorización a que se ha visto sometido a lo largo de estos úl-timos siglos de dominación hispanofrancesa, un proceso durante el cual ha su-frido -y sigue sufriendo- un intento de sustitución de su identidad nacional. Eso ha propiciado una sociedad ignorante de su propia historia, de su pasada estatalidad y de su derecho a decidir por sí misma como identidad nacional di-ferenciada. De ahí el temor a pronunciarse por parte de aquellos que deberían erigirse en referentes vascos, porque el debilitamiento de sus convicciones les ha hecho vulnerables al risible discurso de la doble identidad o de las identida-des concéntricas.
En el libro, el ingeniero navarro Koldo Martínez Gárate recuerda al lector que «Hemos sido y tenemos que ser un Estado, para seguir manteniendo nuestra existencia como colectivo humano, una sociedad que ha manifestado históri-camente su voluntad de no ser asimilada, que la sigue manteniendo, y que, si quiere permanecer autónoma y diferenciada, es cada vez más imprescindible que se dote del instrumento Estado».
La identidad y su articulación política es una de las cuestiones recurrentes en «La República del Bidasoa». Sobre ella encontramos también una interesante reflexión del paleontólogo Humberto Astibia en torno a la ética en la memoria propugnada por el filósofo alemán Adorno: «La memoria humana es fundamen-tal, ante determinados hechos, para que no vuelvan a ocurrir de nuevo. […] Un pueblo sin memoria es injusto. No tener memoria es ser injusto con quie-nes ya no están ni pueden hablar, con quienes han sufrido, han perdido, han sido aniquilados. La memoria no es solamente importante porque le confiere a uno su identidad, sino porque es un requisito imprescindible para ser justo: con lo que ha ocurrido, con lo que ha sido, con quienes ya no están y no pue-den defender su causa. […] Una de las acciones básicas del imperialismo con los pueblos oprimidos es borrar su memoria».
En la concentración anticatalana que tuvo lugar el pasado 3 de diciembre en la Puerta del Sol de Madrid, Mariano Rajoy y su partido, en calidad de herederos ideológicos de Franco, proclamaron que «No hay más que una Nación: la espa-ñola.» Y después de proclamarse no nacionalistas y de insistir que no existen los derechos colectivos, sólo los individuales, gritaron: «¡Viva la nación españo-la!». Desde las páginas del libro que comentamos, el historiador Tomás Ur-zainqui responde así a esa histeria hispanonacionalista: «La realidad es que existen derechos individuales porque hay derechos colectivos. El conflicto sur-ge no sólo cuando se niegan sus derechos a un individuo, sino que también ocurre cuando se le niegan a una colectividad o sociedad. Los que rechazan los derechos colectivos, lo hacen con referencia a los de los otros, los dominados, porque sus derechos colectivos se hallan bien salvaguardados por el ordena-miento jurídico de su Estado».
Martxelo Otamendi, finalmente, hace una aportación que suscribo por comple-to y que debería ser puesta en práctica cuando se anuncien los recortes signifi-cativos a los Estatutos catalán y vasco: «Tenemos que trasladar el problema a Bruselas. No habría que montar manifestaciones en Madrid, sino que tenemos que trasladarlas a Bruselas. […] Debemos dejar de ser un problema español, para pasar a ser un problema de Bruselas. El día que consigamos incomodar en Europa, Bruselas se planteará la solución de algo que le afecta».
Un libro que ayuda a pensar, ciertamente. A pensar y a actuar.